La jerarquía de la Iglesia católica española por boca del presidente de la Conferencia Episcopal, Ricardo Blázquez, ha mostrado su preocupación por la “convivencia” en la “encrucijada” por la que atravesamos y aconseja “no andar dando bandazos en nuestra historia porque no es saludable” y ha pedido que se actúe con “sensatez y buscando la verdad”, siempre con el “bien común” como guía.

Quisiera agradecer al cardenal su preocupación por la convivencia, la sensatez, la búsqueda de la verdad y el bien común en la actuación política, pero la constatación de lo que ha representado esta Institución a lo largo de la historia de nuestro país -y de todo el mundo occidental- en aquellas ocasiones en las que ha tenido un papel influyente y decisorio me impide cualquier expresión de agradecimiento.

Sin retrotraernos a los oscuros y siniestros años en los que organizaron las cruzadas contra los infieles o los tribunales inquisitoriales para mantener por la fuerza la ortodoxia católica, en el más reciente siglo XX la Iglesia ha apoyado decididamente regímenes dictatoriales desde los fascismos de Mussolini, Hitler o Franco en Europa hasta las recientes dictaduras militares sudamericanas, entre las que cabe destacar la de Videla en Argentina o la de Pinochet en Chile

¿Por qué, entonces, la Iglesia Católica se rasga las vestiduras y advierte de inminentes amenazas a la convivencia cuando formaciones políticas de izquierdas -un eventual acuerdo de los socialistas con Unidos Podemos- son las que en un sistema democrático tienen la posibilidad de acceder al poder por la razón de los votos de los ciudadanos expresada en las urnas?

Le aconsejaría al cardenal Blázquez que leyese la novela de Ramón J. Sender -Réquiem por un campesino español- en la que éste narra la historia de un cura -Mosén Millán- que  al sentirse culpable por haber traicionado a quien había bautizado, confirmado y casado -Paco el del Molino- entregándole a las fuerzas sublevadas franquistas que le ejecutan sin miramientos, organiza al cumplirse un año de la traición una misa de réquiem en su recuerdo.

¿Sería mucho pedirle al prelado que hiciese examen de conciencia histórica, se arrepintiese de los pasados apoyos que la Institución que representa otorgó a crueles déspotas, hiciese propósito de la enmienda y cumpliera la penitencia de no inmiscuirse durante algún siglo que otro en el devenir político de los países que han sido víctimas de su voluntad de amparo sin fisuras a quienes -¡en estos casos, sí!- vulneraron la convivencia, la sensatez, la búsqueda de la verdad y el bien común?