Con motivo del fallecimiento de Fidel Castro, he leído estos días muchas reflexiones y juicios sobre él. Y muy escasos han sido, a mi entender, los que han mantenido una cierta racionalidad, en lo que debería ser el análisis histórico riguroso.

En 1959 yo tenía 16 años. En España vivíamos oprimidos por una casposa dictadura, que no sabíamos como quitárnosla de encima. Y Cuba era un casino-burdel, mantenido por la dictadura de Batista, para solaz de los ricos estadounidense. Y sí, fuimos muchos los jóvenes demócratas, que sentimos una tremenda emoción, cuando el 1 de Enero, Fidel y sus “barbudos” entraron el La Habana. Colgué como tantos otros, la famosa foto del Che en mi habitación, y ahí la mantuve durante muchos años. Con el tiempo, como otros tantos, aquel sueño se fue al garete. Como casi siempre en la historia, aquella hermosa revolución devino en una atragantante burocracia dictatorial. Se avanzó mucho en servicios sociales, educación, medicina… etc. Pero los derechos humanos, la libertad y el bienestar del pueblo, dejaron mucho que desear. Así que cuando hoy juzgamos al Comandante que acaba de morir ¿a quien juzgamos y en que contexto histórico? ¿al Fidel de 1959 o al de ayer?

Se ha dicho y escrito muchas veces, que no se puede juzgar a toro pasado, sino que hace falta meterse de lleno en la época, en la que se han producido los hechos que pretendemos reconstruir y comprender, en la mentalidad, en los sentimientos, valores, costumbres y convicciones de esa época en cuestión. Ni siquiera el juicio moral, puede prescindir del contexto histórico, de la civilización y del periodo, en el que han tenido lugar los acontecimientos que se valoran: la esclavitud existente en la antigüedad clásica – ha escrito Galli della Loggia – no puede ser acreedora por nuestra parte, del mismo juicio moral que deberíamos emitir, acerca de una esclavitud que se pusiera en práctica hoy en día.

Existen, me parece, dos pecados mortales para cualquier historiador: juzgar anacrónicamente el pasado con categoría actuales, y emitir, acerca de comportamientos del pasado, juicios morales nacidos de la mentalidad de hoy. No sería correcto, por consiguiente, tildar de “injusta” cualquier ley del pasado. Se trataría de una cosa reprobable, sí, pero reprobable hoy, desde nuestras categorías de corrección política, de “bienpensantismo” ideológico.

Parece obvio, como bien advertía Benedetto Croce, que  los historiadores no podemos ser moralistas, y que la historia no puede ser un tribunal, como sucede con frecuencia en debates historiográficos, que se convierten más bien en procesos penales, o en instrumentalizaciones de acontecimientos pasados, para uso de la política del presente. Como escribe Claudio Magris, citando al gran historiador de la escuela de Turín, Franco Venturi, la historia no es un tribunal penal ni moral, sino el intento de comprender cómo y por qué vivieron los hombres, para lo cual es menester, meterse de lleno en la época en la que sucedieron los hechos que se estudian, y comprender la mentalidad de ese tiempo.

Meterse de lleno en la época en la que han tenido lugar los hechos y las potenciales fechorías, como deberíamos hacer todos los historiadores que nos preciemos de serlo, significa reconstruir las posibilidades concretas que, en aquella época y en aquel contexto, se les presentaban a los individuos, a las fuerzas políticas, a las iglesias… Sólo de ese modo se pueden entender, cuales eran los espacios concretos que se ofrecían a la libertad humana.

Solo las iglesias, las religiones, algunos partidos políticos y las filosofías de los  esencialismos, afirman valores absolutos. Para todos ellos, la verdad no está históricamente condicionada, ni es históricamente relativa, sino inmutable; no es hija de su tiempo, sino como dicen: “Mater temporis” (madre del tiempo).

Pues ¡atentos los moralistas de sacristía!