Escribí ya hace unos días que actualmente, desde la dimisión de Pedro Sánchez, detecto en el PSOE demasiada pasión, rabia, resentimiento, posturas radicalmente enfrentadas y emociones desatas. Todo lo cual, a no tardar, nos pasará factura. Pues gane quien gane las primarias, no podrá gobernar un partido escindido en casi dos mitades. Para dirigirlo con un mínimo de solvencia, se necesitarán mucho diálogo, negociaciones y pactos. De manera que cuanto más abramos la brecha entre compañeros, mucho más costará cerrarla. Y si no logramos cerrarla, se producirá una escisión, y ambas partes se convertirán en irrelevantes para el futuro de España.

La potencia verdaderamente sustantiva que impulsa y nutre un partido político, es siempre un proyecto sugestivo de vida en común. No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí; esa cohesión “a priori”, sólo se da en el ámbito de la familia, y aun así. Los ciudadanos, grupos o sectores sociales que integran un partido, viven juntos “para algo”; son una comunidad de propósitos, de anhelos. No conviven por “estar juntos”, sino “para hacer” juntos algo.

A los pueblos que la rodeaban, Roma les sonaba a nombre de una gran empresa vital, donde todos podían colaborar; Roma era un proyecto de organización nacional o internacional, era una tradición jurídico-política superior, un tesoro de ideas recibidas de Grecia, que prestaban un brillo superior a la vida. Y el día que Roma dejó de ser ese proyecto de “cosas por hacer mañana”, el Imperio se desarticuló.

Fecisti patriam diversis gentibus  unam,Urbem fecisti quod prius orbis erat” (BlochL’Empire romain”) 

En el PSOE recordamos y presumimos, con razón, nuestros 137 años de antigüedad. Pero no es el ayer, el pretérito, por muy grande que haya sido, lo decisivo para que un partido exista. Los partidos se forman y viven de tener un programa para el mañana. No sé si son muchos más que yo, los militantes que estos días se preguntan ¿para que vivimos juntos? Y lo hacemos a mí entender, porque “vivir es algo que se hace hacia delante”, es una actividad que va de este segundo mismo, al inmediato futuro. No basta, pues, para vivir, la resonancia del pasado, y mucho menos para convivir. Renan decía que una nación es un plebiscito cotidiano. Pues de la misma forma, en el secreto inefable de nuestros corazones, se produce todos los días, hace meses, un fatal sufragio que decide si el PSOE puede, de verdad, seguir siendo el partido que fue y debería seguir siéndolo.

Los “drusos” del Líbano (conocí en persona a su gran líder Walid Jumblatt) son enemigos del proselitismo, por creer que el que es “drusita” ha de serlo desde toda la eternidad. Del mismo modo, me temo que hoy a muchos militantes socialistas, nos falta la cordial efusión del combatiente, y nos sobra la arisca soberbia del triunfante. No queremos luchar, queremos simplemente vencer. Y como las dos cosas a una no son posibles, preferimos vivir de ilusiones, y nos contentamos con proclamarnos vencedores en las redes sociales, o simplemente en nuestra imaginación. Pero como decimos en Mallorca: “No diguis blat fins que sigui al sac i ben lligat”. Quien desee que el PSOE entre en un periodo de consolidación, quien en serio ambicione la victoria, deberá pelear duro y contar con los demás, aunar fuerzas y, como Renan también decía: “excluir toda exclusión”. La insolidaridad actual que percibo en el interior del partido, produce un fenómeno muy característico en nuestra vida orgánica, que deberíamos todos meditar: cualquiera tiene fuerza para deshacer, pero nadie la tiene para hacer.

Debemos aceptar que el juego de la existencia, individual y colectiva, va a regirse ya por reglas distintas, y para ganar en él la partida, serán menester dotes y destrezas muy diferentes, de las que en el próximo pasado proporcionaban el triunfo. El sistema de valores que disciplinaba nuestra actividad en los ochenta, ha perdido, sino vigencia, al menos evidencia, fuerza de atracción, vigor imperativo.

Tendremos que avalar un proyecto político muy en sintonía, con estos nuevos tiempos de la ciudadanía (tampoco es tan difícil, muchas de las propuestas del mismo, ya figuran en nuestro último programa electoral) huyendo, eso sí, de “posverdades” a la moda, y propuestas populistas, por ello irrealizables en la verdad de la dura realidad.  Como advertía Julián Besteiro: “El ideal tiene que ser realidad. Y por ello nos obliga a poner todos los medios posibles para realizarlo. El ideal hay que sacarlo de la realidad. Y elaborarle para hacerle realizable. Idealismo y realismo, pero sin moldear aquél para adaptarle a las circunstancias.” Pero no es suficiente que el proyecto político, nos parezca verdadero por realizable. Es preciso que, además, suscite en nosotros y en los votantes, una fe plenaria y sin reserva alguna. Un proyecto político perfecto desde un punto de vista racional, pero que no nos incite a la acción, sería, a mi entender, incluso inmoral. “El ideal ético – decía Ortega – no puede contentarse con ser él correctísimo: es preciso que acierte a excitar nuestra impetuosidad”.

Y especialmente nos será imprescindible, elegir al líder adecuado, que nos ilusione, que nos provoque, que nos emocione, que lea bien la batalla y nos dirija en ella. Decía Hannah Arendt a propósito de esto: “Las ideas de que solamente aquellos que saben obedecer, están capacitados para mandar, o que solamente aquellos que saben como gobernarse a sí mismos, pueden gobernar legítimamente sobre los demás, hunden sus raíces en la relación entre la política y la filosofía”. Pero ese líder emotivo e ilusionante, capaz de obedecer y gobernarse a sí mismo, también deberá ser capaz de articular un amplio y hoy difícil consenso. Imposible dirigir un partido dividido internamente en grandes proporciones. ¿Cómo podría vencer al adversario exterior, un líder que se viera obligado a diario, a conquistar a su propio partido?

Pues eso.