Los medios consagran la palabra “posverdad”, para señalar como una novedad lo que es tan viejo como la historia humana, “que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a las creencias personales”. Hay que presentar, parece obligado, como un atraso y una rareza, que la economía del deseo condicione los comportamientos. Y, sin embargo – se preguntaba hace una semana Ramoneda - ¿qué es sino, por ejemplo, lo que induce al consumo? Consumir es “Utilizar un producto para satisfacer una necesidad real o creada”. Pero también: “Desazonar, apurar, afligir”.

No es lo que se compra, sino la acción de consumir lo que importa. Por el camino dejamos la libido y queda sólo la pulsión. Se nos invita por tierra, mar y aire a una forma patológica del consumir. Y de pronto se descubre ¡vaya por dios! que unos votaron el Brexit y otros a Trump, porque hemos entrado en las posverdad. Pero si de posverdad pudiéramos hablar como novedad, no sería por la siempre presente economía del deseo, si no porque la mentira se ha hecho viral, como se dice ahora, y los mecanismos para desmontarla son impotentes.

Hoy en día nos preguntamos ¿para que sirven las humanidades? Pues precisamente para eso, para desmontar las mentiras virales. Para defender el sentido de la palabra, y para dar entidad a la complejidad de la experiencia humana. O sea, para salvar al ser humano de su reducción a estricto “homo economicus”; para salvar al ciudadano de ser despojado de su condición de tal, para encerrarle en su propio cuerpo como individuo aislado. Y la experiencia es precisamente, el lugar de referencia de las humanidades. La experiencia, al modo de Montaigne, como expresión de la profunda materialidad del hombre.

En esta sociedad acelerada en que vivimos, en la que el ritmo de las cosas está dominado por la dinámica sin freno del espacio virtual, más necesidad que nunca tenemos de las humanidades. Las humanidades son útiles, precisamente, para ofrecer otra perspectiva desde la que contemplar las cosas; para tomar distancia de los acontecimientos, y no convertir en novedad lo que no lo es; para salvarnos de papanatismo del último “gadget”; para proteger los espacios, tan queridos para algunos, del silencio y de la pausa; para mantener viva la desconfianza en las ideas recibidas y, especialmente, en las verdades incontestables; para no dejarnos colonizar la atención; y para repensar la vida. En clave camusiana: “Ser capaces, como Proust, de ver la realidad con otros ojos”. Y de reconocer – ahora en clave unamuniana – el sentido trágico de la vida, cuya negación es el germen de la barbarie. Las humanidades me aportan, creo, la dimensión irónica que me permite asumir con cierta serenidad – esta vez en clave orteguiana – la locura de las circunstancias de mi yo.

Escribía Savater que la posverdad es la antítesis contra la que siempre se ha luchado, no de ahora, sino desde el ágora socrática. Y para el que desee saber algo más de posverdad, populismos y demás no-verdades al uso, han salido este mes dos libros a mi parecer muy adecuados. Uno es “Estudios del malestar” en el que José Luis Pardo nos ofrece un análisis en profundidad, sobre la confusa metástasis política, tecnológica y social que, en estos tiempos, nos somete a trumpazos y bandazos sin cuento. Y la sustitución sentimental del racionalismo democrático, por el clamor de “las tripas”, como en mi juventud se decía, es el tema del otro libro: “La democracia sentimental” de Manuel Arias Maldonado, que no solamente argumenta con tino sobre todo esto, sino que además brinda abundantes pistas bibliográficas, para continuar indagando por nuestra cuenta.

Pues eso.