Pues sí, envejecer es un rollo, aunque la alternativa tampoco es excitante. Se te olvidan las cosas, no recuerdas los nombres, las fechas se te borran… te cuesta mucho entender las novedades, las modas, las costumbres, los estilos y las nuevas ideas que se van imponiendo. Y es que no envejeces al ritmo  natural/biológico de tu cuerpo y tu cerebro, lo haces mucho más rápido, por la velocidad increíble en que se mueve tu entorno: la tecnología, la ciencia, la filosofía, las ideologías… jamás la historia, me parece, había fluido a tal velocidad. Golo Mann afirmaba en sus memorias “Una juventud alemana”: “La vida también es larga, observada retrospectivamente. Son los cambios los que la alargan, los cambios en quien la vive y en el mundo en derredor”. A Schiller, en algún momento, parece que la muerte le pareció un reposo más apetecible, que la vida “envuelta en negro velo”. Es su conocida obra sobre Wallenstein, le hace decir a éste, recordando a su amigo Max:

<Él es feliz. Ha llegado a la meta.

Para él ya no existe el futuro, con él ya no teje

el destino alevosías: lisa y brillante

a la vista desplegada está su vida,

no ha quedado en ella mancha oscura,

Ninguna hora funesta ya le acecha,

más allá de anhelos y temores, ya no es

de planetas indecisos y engañosos…

¡Dichoso él! ¡Pero a nosotros, quien sabe

lo que trae la hora inmediata, envuelta en negro velo>.

Pero bueno, como escribía mi buen amigo Pedro de Silva: “Hay que hacerse viejo, sin dejarse envejecer”.

Reflexionaba sobre todo eso, a raíz de haber leído una recensión sobre el último libro de José Carlos Llop “Reyes de Alejandría”. Conecté hace ya tiempo con el escritor mallorquín, cuando Marita se empeñó en que leyera “La ciudad sumergida”, sobre la Palma de los años setenta, un tiempo que, como Sisa, también habría podido yo decir: “Fue bonito y creo que estuve allí”.

“Reyes de Alejandría”, escribe Llop al inicio, trata de un viaje en el tiempo, trata pues de nosotros, y ha de contar quienes éramos… y quienes dejamos de ser. Pero en la obra no hay nostalgia almibarada, ni cantos de cisne. Hay sí, fe de vida. Y reconocimiento. Y hay necesidad de ordenar y clarificar unos años que, para bien o para mal, quedaron en nosotros como anclajes. Para desembocar en la certeza, de que ante el tiempo y sus máscaras, tenemos un salvavidas: “La escritura de la memoria, entre la impresión y el fogonazo en la niebla”.

No me resulta nada fácil, recorrer mi cartografía existencial como revive Llop la suya: mis exploraciones iniciales de la poesía, Lorca, Machado (Antonio), Celaya, Cernuda, Paz; la filosofía, Ortega, Russell, Ayer; el marxismo, Marx, Bernstein, Althusser; la historia, Dobb, Carr; la música, Serrat, Sabina, Bonet, Aute, y la clásica de de las mañanas de los domingos en el Teatro Real; los enamoramientos; los hábitos, ritos y vestimentas; las referencias contraculturales; el ridículo índice inquisitorial, dictado por los mandarines y los comisarios políticos; las algaradas, las revueltas y la vida universitaria toda; los bares, las copas y los amigos.

En mi juventud veinteañera, cualquier cosa que se convertía en popular, era mirada con sospecha y nos daba risa. Y por darnos risa, a la mayoría se lo daba el socialismo democrático, la libertad y la democracia. Menos mal que entre 1977 y 1982 (especialmente a raíz del tejerazo) todo eso cambió. Buena parte de la izquierda, se dio cuenta de que era un camino equivocado, que no hacía sino prolongar el franquismo. Y entonces todo el mundo comenzó a hacer profundos estudios de democracia, para llegar a Vicepresidente del Gobierno. Caímos en la cuenta que ni el arte ni la política pueden ser elitistas, no pueden dirigirse a una “selecta minoría”. Porque eso es traicionar la esencia misma del arte y de la política y, sobre todo, te lleva a considerar (esta cosa insoportable de “cierta izquierda”) que todo el mundo es idiota menos nosotros. Ese “nosotros” casi por esencia, exiguo e iluminado.

Luego aparecieron las sombras, que precipitaron la catástrofe de muchos: con la droga entró la mentira, y también la locura y la muerte (sida, sobredosis, suicidios…). De repente el dinero resultó “cool”, el arte fue una prenda de vestir, y las palabras… Después llegó de golpe la “postmodernidad”.

La vida es como una obra de teatro en tres actos, dice Félix de Azúa. El primero es sensacional, y en la actualidad viene a durar hasta los 40 años. Luego viene el momento de responsabilizarse de algo: ya no se puede seguir bailando todos los días. Esto dura un poco menos, unos 25. Y el tercero, en el que llevo ya unos años, es aquel en que resulta más difícil actuar. Porque es muy complicado mantener la dignidad. Sobre todo en esta nuestra sociedad actual, donde la vejez es casi una enfermedad. Está muy mal visto ser viejo, es algo muy feo. Tengo amigos de mi edad que se disfrazan a diario y fuera del carnaval, en un desesperado intento, por no llegar al tercer acto de su vida. Así que se “mueren” en el segundo, como en las malas obras.

Si has vivido con cierta honradez, eso quiere decir que te has preocupado de aprender algunas cosas. Sí, los viejos sabemos cosas, y a veces son interesantes. Lo difícil es exponerlas sin arrogancia, con toda la claridad posible, y sin pretender dar lecciones inútiles. Pues en eso andamos.