Balears se prepara para afrontar su verano más agobiante. Una cifra superior a los 13 millones de turistas – muchos de ellos prestados por la incertidumbre política en el Sur y Este del Mediterráneo – se preparan para abarrotar las cuatro islas y sus aguas. Entre el frotar de manos de quienes viven del turismo, gran parte de la población siente que el exceso turístico modela un nuevo paisaje- urbano, rural  y social– de parque temático dirigido exclusivamente a los visitantes que degrada la vida cotidiana de los residentes en las zonas más emblemáticas.

Los ciudadanos isleños nacen aprendidos a convivir con el turismo, pero no todos están dispuestos a tolerar excesos que perturban su vida cotidiana y cambian para siempre la fisonomía de su entorno. Pero… ¿Cómo evitar la superabundancia? Es la pregunta del millón.

Dado que en Europa no es posible cerrar la puerta a ningún europeo, la regulación debería hacerse por otros medios: el transporte aéreo sin ir más lejos. Si no hay más aviones, no llegan más turistas. Resulta, sin embargo, que AENA es el ama de llaves de Balears y no está por la labor. A pesar de ser empresa pública al 51% le importa un pepino el ámbito social, solo atiende al beneficio. De ese modo, ese verano aumentarán en varios millones los pasajeros aéreos, fenómeno que dará lugar a un dato escalofriante del aeropuerto de Palma: los movimientos de aviones pasarán de 66 por hora a 80, es decir, un aterrizaje o un despegue cada 45 segundos. Se echa gasolina al fuego.

En el transporte marítimo – otra clave de control de llegadas - nadie está dispuesto a reducir el atraque de cruceros en el puerto de Palma. Durante el pasado verano hubo días que desembarcaban en la capital balear más de 20.000 turistas que, en procesión, colapsaban las calles del casco viejo. Seguirá igual si no aumenta. Seguirá la proliferación de heladerías y tiendas de souvenirs.

Con evidente falta de imaginación pero con alarde de procastrinación, la Administración autonómica la ha emprendido con los ciudadanos que alquilan pisos urbanos a turistas y, en lugar de regular la fiscalidad y la calidad del negocio, castigan a los propietarios – en su inmensa mayoría son clase media que tratan de rescatar lo que la crisis económica les arrebató – para que desistan en su iniciativa. Se les demoniza y sanbenitiza como culpables de los excesos turísticos.

Queda la herramienta del alza de precio y calidad del turismo balear para reducir el llamado turismo de alpargata, pero como esa franja todavía es grande y da algunos beneficios, nadie quiere meter mano en el tema.

No es nada fácil aplicar terapias para los perjuicios de una temporada turística rebosante y masificada. Nadie tira la primera piedra porque sabe que es un negocio volátil que puede cambiar en muy poco tiempo (resurgimiento de los competidores, accidentes, terrorismo...) Por tanto, se apuesta por lo de siempre: exprimir la temporada como si fuera la última. Durante décadas ha dado resultado, pero no parece que en el futuro pueda seguir dándolo. Gran parte de lo que unos ganan, el conjunto lo pierde.