El primer juicio por desobediencia a los dirigentes independentistas se ha cerrado sin que ninguno de los acusados, el expresidente Artur Mas y las ex consejeras Joana Ortega e Irene Rigau, asumiera ningún tipo de rebeldía contra el estado de derecho, contrariando abiertamente a los defensores de la estrategia de la deslegitimación de la democracia española. Entre ellos, seguramente, al presidente Carles Puigdemont, quien, visto el bajo tono de los acusados en sus declaraciones de la primera sesión, no dudó en declarar enferma a la democracia en España para levantar los ánimos de los susceptibles socios de gobierno.

Los abogados defensores impusieron la lógica jurídica, apoyándose en un supuesto defecto de forma en el requerimiento de suspensión del proceso participativo del 9-N por parte del Tribunal Constitucional para negar cualquier tipo de desobediencia al alto tribunal. Situadas las cosas en si el Gobierno catalán controló o no a los voluntarios que formalmente organizaron la jornada popular aprovechando la infraestructura creada por la Generalitat, justo antes de la prohibición, la política de la indignación se quedó en la calle y en las declaraciones periodísticas.    

Mas, sabiendo de las criticas ocasionadas por su primera intervención, elevó ayer el tono de sus palabras; se dejó llevar por la contundencia formal y por cierta transcendencia teatral al reivindicar su responsabilidad política en todo lo que sucedió aquel 9-N y en todo lo ocurrido en Catalunya desde 2012. Sin embargo, continuó negando cualquier delito ni desobediencia, tan solo voluntad de plantar cara al gobierno de Mariano Rajoy, quien desde su inmovilismo le estaría forzando al desafío político materializado en el famoso proceso de participación popular, sin ninguna pretensión jurídica ni vinculante para nadie. El ex presidente quiso capitalizar su acción política sin poner en peligro la búsqueda de la declaración de inocencia y sin agrandar las diferencias que le separan desde siempre con el sector radical que controla la estrategia del movimiento independentista.

No se sabe cuáles son las aspiraciones de Artur Mas. En todo caso, y a menos que Catalunya consiga la independencia a corto plazo, algo altamente improbable, si tiene planes políticos estos pasan por eludir la inhabilitación. De todas maneras, la absolución podría tener efectos perniciosos para su retorno electoral si prosperase la idea de que tal resultado se hubiera obtenido por su escaso nervio patriótico y su moderación durante la vista oral. Tal cual sucedió en 2014, cuando su invento del proceso participativo substitutivo de la consulta, le enfrentó gravemente a ERC que pretendía desobedecer al Estado por todo lo alto manteniendo la convocatoria.

Los republicanos creen estar a las puertas de una victoria electoral que convertirá a Oriol Junqueras en el próximo presidente de la Generalitat y no van a permitir tan fácilmente que el partido de Mas recupere el protagonismo perdido, ni siquiera a golpe de sentencia. En unos meses, tendrán también su juicio por desobediencia en la persona de Carme Forcadell. Una vista que se intuye mucho más compleja por las graves consecuencias institucionales de una inhabilitación de la presidenta del Parlament y mucho más explosiva por la combativa personalidad de la encausada. Además, difícilmente se habrán reproducido los defectos formales en las notificaciones a los apercibidos de desobediencia señalados en la causa del 9-N. Aquel puede ser el momento álgido de la campaña de indignación democrática desarrollada desde hace meses por la mayoría parlamentaria de JxS y la CUP y las entidades soberanistas. Y en esta perspectiva podría explicarse el interés de algunos círculos independentistas por negar a Artur Mas el reconocimiento de primer inquilino del panteón de los héroes.