Estados Unidos de América ha descubierto en su propio territorio un poderosísimo arsenal con armamento de destrucción masiva: es el dedo índice de Donald Trump.

Los objetivos señalados, entre otros muchos de similar transcendencia, para ser menoscabados y destruidos por el beligerante apéndice articulado de la electa mano presidencial son los derechos fundamentales básicos conquistados a lo largo del tiempo con  intensa lucha y demasiado sufrimiento, las libertades individuales y colectivas que creíamos consagradas, la tolerancia con las minorías, el respeto al diferente, la igualdad entre hombres y mujeres como aspiración de un estado superior de civilización o la consideración cívica y mutua cortesía entre los adversarios políticos.  

Estos valores, principios y actitudes democráticas están hoy amenazados, intimidados, desafiados, provocados, señalados o, directamente, encañonados por el dedo índice de la mano que el próximo viernes día 20 se posará sobre un libro sagrado para jurar solemnemente el cargo de presidente de Estados Unidos que, siguiendo la fórmula prevista en la Constitución de su país,  lo hará “hasta el límite de su capacidad”.

Lo realmente desconcertante, paradójico y hasta extravagante de esta situación es que el anunciado poder destructivo del que gozará a partir de esa fecha este personaje grosero, soez, xenófobo, misógino, irreflexivo, machista, paranoico y de talante facistoide le ha venido otorgado, en una gran medida, por los que, ¡sin lugar a ninguna duda!,  serán sus propias víctimas.

Sesudos analistas y reconocidos sociólogos que han estudiado el asunto apuntan al “miedo” como razón última de esta voluntad colectiva. Como diría mi querida amiga Coral Bravo, este personaje de opereta bufa ha convencido con el simplismo de sus burdos eslóganes catastrofistas a personas de bajos instintos y mermadas capacidades y les ha hecho temer a inexistentes fantasmas… ¡cuando era él quien realmente llevaba la sábana puesta!

¿Cuánta razón tenía nuestro eminente pensador Ortega y Gasset cuando ilustrando la condición del “hombre-masa” que se estaba fraguando en la década de los años treinta del pasado siglo, con la ascensión del fascismo en Europa, decía que éste -el “hombre-masa”- querría opinar aunque careciese de la preparación suficiente porque se cree con “el derecho a no tener razón”. “De aquí que sus ideas -concluía el filósofo-  no sean efectivamente sino apetitos con palabras, como las romanzas musicales”? 

Aunque, ¿habría pronosticado Ortega que el “hombre-masa” se iba a perpetuar por tanto tiempo en la historia sin ser sustituido por el “hombre-culto y librepensador”? ¡La calidad de la democracia e, incluso su propia supervivencia, depende de que se produzca este relevo!