Tal vez sea porque cada vez me siento más gramsciano, sobre todo por aquello de “frente al pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad”, aún me resisto a considerar ya inevitable el choque de trenes tantas veces anunciado entre la Generalitat de Cataluña y el Estado español. Incluso ahora, cuando con el juicio en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña contra el expresidente Artur Mas y sus exconsejeras Joana Ortega e Irene Rigau por un supuesto delito de desobediencia al Tribunal Constitucional como impulsores del 9-N, quiero creer que todavía es posible que se imponga la sensatez, que llegue al fin la hora de iniciar un diálogo sin condiciones previas y sin ánimo de que la necesaria transacción permita alcanzar el necesario acuerdo institucional y político que resuelva el grave conflicto actual.

Desde el mismo inicio de la imparable escalada secesionista catalana, sin duda espoleada por las tendencias centrípedas de un PP que tanto desde la oposición como desde el Gobierno no ha dejado de ejercer afrentas innecesarias e injustas al catalanismo moderado, el choque de trenes ha parecido inevitable. Sigue siéndolo también ahora. Diría que los dos trenes han proseguido su recorrido sin moderar nunca su velocidad, ambos están llegando a la cima y, si esta es superada por un tren u otro, es evidente que el choque será ya del todo inevitable. A no ser, claro está, que uno o ambos convoyes frenen a tiempo, algo que francamente ya me parece mucho más difícil.

Si finalmente y por desgracia se acaba produciendo este indeseable choque de trenes, es evidente que las consecuencias pueden llegar a ser catastróficas. Consecuencias muy negativas en lo institucional y político, en lo económico y social, en lo cultural y territorial, y sobre todo en la convivencia ordenada, legal y pacífica de nuestro democrático Estado de derecho. Consecuencias muy negativas para Cataluña, pero no menos negativas para el conjunto de España e incluso para el presente y futuro de la Unión Europea.

Con el actual juicio contra Mas, Ortega y Rigau se produce el fracaso político rotundo de las dos partes en conflicto. Un problema político de esta gravedad no puede resolverse jamás por la vía judicial, aunque también es cierto que la primacía de la legalidad es básica en un Estado de derecho, fundamento imprescindible para la existencia de un sistema democrático.

Este incuestionable doble fracaso político, que tiene como principales responsables tanto a Artur Mas y Carles Puigdemont como Mariano Rajoy, solo puede y debe ser corregido mediante cesiones por ambas partes, a través de un proceso de diálogo y negociación con voluntad real de acuerdo. No contribuyen precisamente a ello las declaraciones altaneras y provocadoras de unos y otros. Cuando más necesarias son la moderación, la sensatez y la serenidad, sobran las soflamas de unos y otros, que únicamente pueden servir para extender el fuego. Sobran pirómanos. Faltan bomberos. Y tras el incendio provocado por el choque de trenes, si este se acaba produciendo, no solo faltarán bomberos sino todo tipo de profesionales para reconstruir todo lo que con tanto esfuerzo están destruyendo unos y otros.