El mundo de la cocina ha crecido de tal manera en los últimos años de España que ocupa la extensión de un océano. Ya no olemos a ajo, que escribió el francés desdeñoso, sino que se ve y se oye con gusto y grandes emociones el estirón geométrico que hemos dado en el adictivo y muy sofisticado universo de eso que llamamos restauración.

En esto si que hemos cambiado. No nos reconocería la madre que nos parió y menos aún tía Encarnación. No necesitamos datos precisos para confirmar que el vasto mundo del fogón se convierte en una seña de identidad propia y una más que probada salida empresarial y laboral. A España ya no vienen forasteros solo por aquello del sol, la simpatía, paellas y sangrías; cada día acude más personal por el gusto de comer. Algunos llegan a escribir que el 15% de quienes nos visitan lo hacen atraídos por la golilla de nuestras viandas. No obstante, se me antoja que parecen demasiados doce millones los enganchados por nuestros chefs. Pero estoy seguro que son muchos más los que llegan atraídos por nuestros menús que por la oferta cultural.

Es seguro que no hemos alcanzado a identificarnos con la excelencia, el gusto y la sofisticación que distinguen a Francia, y puede que nunca lleguemos a ser tan sabios como los italianos que convierten toda arcilla en la más fina de las porcelanas; pero ahora somos más numerosos los españoles que emprendemos la carrera de la diferencia, la variedad, la calidad y la osadía. A pesar del éxito de Master Chef, y que los buscadores de google te sirven las mismas recetas de ordinario, lo cierto es que estamos creciendo y experimentando en mares más profundos que ningún otro país de la tierra.

La competencia y el desparpajo se observan en la lujuriosa oferta de ciudades como Madrid, Barcelona, Sevilla, San Sebastián, Bilbao.... Pero me detengo ahora en Madrid: ojo, una ciudad que pone de moda en Europa la movilidad enorme y barata de decenas de miles de jóvenes del continente, y más allá, porque sencillamente le cae bien. La almendra de la capital viene siendo transformada de manera vertiginosa por una ambición llamada "comida and risas" que transforma sus locales comerciales a la velocidad de un decorado teatral.

Todos compiten contra todos, y allí donde el azar o el dinero derrama una lágrima de oro crece la sorpresa. Aquí, como ocurriera antaño con cantaores y otros artistas, llegan todos a probarse y demostrar su talla. Se ofrecen todo tipo de exhibiciones, competencias y modas. Una de la últimas olas que ha rozado mi curiosidad se llama restaurantes andaluces y, más concretamente: algunas dignisimas apuestas de jóvenes gaditanos.

Uno de los primeros restaurantes que me llamó la atención es Bache (Rodríguez san Pedro, 2), un esfuerzo  del joven cocinero Alejandro Alcántara, que nos trae su Cádiz en forma de ensaladilla de buey de mar o gyozas de carrillada ibérica (y también algún tinto curioso de esa tierra de no tintos que es nuestro sur, con permiso de algunas gemas que de vez en cuando se hallan en las hondonadas granadinas). Lambuzo, (Ponzano, 8) ya tiene dos locales en Madrid. Sabor a Cádiz en pequeñas raciones, mucho ruido y guasa la justa porque no puedes dejar de disfrutar con raciones como los cigarritos de langostinos y albahaca.

Y termino. Anoto un tercero: Kulto (Ibiza 4): la celebración del atún más atinada que he conocido en Madrid en un restaurante que es necesario dar patadas para entrar en él. Acierto en la calidad y en las salsas ligeras que rozan lo exquisito.

Si, Andalucia ya no sólo pescaito frito, salmorejo, ibérico y fino; se acompaña en crecida de un festival de sabores nuevos que manan de sus fuentes tradicionales: mar, matanza, aceite, el fino que destila el sol y los milenios de hombres de campo que comen en las besanas. No hay que perderse La Malaje (Relatores, 20) el restaurante de un cordobés que sería el nuevo lujo de Madrid si los españoles fuéramos chovinistas.