"¡Qué asco, comer ese pescado qué sabe a nada mezclada con cieno! decía mi mujer. En nuestra casa nunca entró "la parca del Nilo", más tarde llamada "la panga" de Vietnam o del Mekong. Y menos aún la elegí como segundo plato de un humilde menú en día laborable. Pero todo pudo suceder porque en mi casa habita gente avispada que dispone de un olfato culinario sólido; pero a menudo no sucede igual a tantos miles de trabajadores de nuestros barrios a los que la crisis les expulsó de la pescadería de fresco.

España y Europa han importado panga "mekonita" por un tubo durante los últimos años, y aunque disminuyen las importaciones que realizamos desde Vietnam de 33.798t en 2013 a 25.358t en 2015, continúanos siendo el mayor consumidor de Europa de este pez tan enorme como insulso. Ahora Carrefour (¡Aleluya!) ha decidido retirarlo de sus pescaderías, aunque no cuentan qué otro pescado lo va a sustituir; porque el pobre de solemnidad y el trabajador pobre, que no dejan de crecer, tendrán que seguir alimentándose; porque nuestra alimentación hace años que viene siendo segura pero no de mejor calidad.

Desde que alguien poderoso alcanzó a comprender que su negocio estaba en procurar ofrecer alimento a la persona que no gane más de 500€ al mes, todo empieza a cambiar deprisa. El vastísimo mundo del comercio (de la patata nacida en el desierto a la chip ondulada que nos llevamos a la boca frita en una mezcla de grasas  desconocidas, pero traída hasta nuestras manos en una bolsa de plástico impecable) es la industria más fabulosa de la tierra.

Se trata de alimentar a miles de millones de personas de carne sin que se vea un animal en la pradera o la estepa; atestar de berzas y otras verduras, que vienen de un cielo de plásticos; y sacar la fruta de árboles tan futuristas que afloran piezas de idéntico tamaño y en mismo número cada uno de ellos. Un mundo donde la azada y el estiércol crecen en laboratorios ocultos entre mares de plástico y las estaciones del año son recreadas por un ordenador. Somos una gigantesca fábrica de fantasía inimaginable para la mente humana, pero tan real como un buque cargado de 54 mil toneladas de soja o maíz o un pequeño territorio que envía al matadero tantas cabezas de cerdo como habitantes tiene Europa.

Todo es una confusión de transporte, almacenes, mataderos y locales comerciales. La tierra se ha convertido en una cigüeña de ciencia ficción que lo muda todo de aquí para allá para que el químico y el cocinero puedan mezclarlo hasta conseguir el milagro de que nada sepa a nada. Se valen, eso sí, de que nuestra lengua y paladar almacenan "adeenes" remotos que logran averiguar qué por aquella tortilla llegó a pasar en ocasión festiva una patata y la hamburguesa aún conserva trazas de carne de vacuno. Estamos en el tiempo de los platos preparados, tan populares como el billete de autobús, y los pescados de criadero tan iguales en sabor qué llevan a pensar qué todos vienen de hueva de la misma madre.

Pero, insisto, comemos alimentos seguros; no se nos reblandece la panza a menudo ni nos distraen del hambre como los refrescos. Ocurre sólo que no sabemos de quienes son hijos, de que coyundas o injertos vienen. Porque las etiquetas crecen cada cierto tiempo en leyenda pero, cual prospectos del fármaco, no entendemos casi nada de lo que allí se escribe. Si, tenemos que agradecer a Carrefour que haya retirado del mercado un producto que "cumple con la normativa" y "es perfectamente seguro". Qué cunda el ejemplo; que de inmediato otra gran cadena lamine otro alimento seguro y pronto otra y otras sigan el ejemplo. Porque, ¿cuántas pangas más se venden en nuestras tiendas?

Cuando nuestro paladar no distingue un sabor hay que pensar no sólo que somos analfabetos en la materia, sino que una ingeniería alimentaria (¡otra!) ha dado con la fusión más precisa y barata para atraer la mayor cantidad de salibilla ansiosa. Así que cuando se habla de fusión y maridaje (todo el tiempo en las últimos dos lustros) sospecho siempre. El plato que alcanza la mezcla perfecta es aquel, que teniendo un sabor único y reconocible, permite detectar todos y cada uno de sus componentes porque no han perdido la identidad. Por ejemplo, la mítica menestra del restaurante Etxaurren, en Ezcaray, La Rioja.

Ahora que retiran la panga sería curioso preguntar cuál de los nueve brazos del  delta del Mekong es el que inyecta más olor a barro en estos robustos  peces ciegos. Pero no insistiré. Como tampoco voy a describir someramente siquiera cómo transcurre un día cualquiera de una ciclópea granja de cerdos blancos, pongamos que, en Holanda. Qué limpia parece, pero qué peste.