Comer en parques, jardines, plazas o sentados en los tradicionales bancos de las calles es un hábito creciente en las grandes ciudades españolas durante los últimos años. La tartera o el tuperwaare van perdiendo terreno ante el empuje masivo de las comidas preparadas que ofrecen supermercados e innumerables nuevas expenderías. El sándwich insiste y persiste el buen bocadillo, ese "socorro" del joven sin una perra. Luego está el ansiado y tibio sol de invierno o la semisombra y el airecito callejero de mediodía que te llaman diciendo ven.

El viernes 17, primer día después de semanas de encapotados y acerados cielos o blanquecinas telas de araña ladronas de sol, decidí comer un bocadillo de jamón acompañado de una lata de cerveza Estrella de Galicia bien pegadita a la pierna. Catorce grados mágicos volando en el ambiente y quizás dieciocho al sol. Fantástico. Unas palabras con la cortadora de jamón: "Hoy no damos abasto, todo el mundo quiere patita de cerdito" y el ojeo de un buen asiento en la amplia plaza, perfectamente rectangular, donde los árboles podados este invierno se yerguen hasta el cielo robustos y desnudos como cuadros en boceto.

Una joven madre trata de dar de comer puré de verduras a un bebé que patalea, ríe y escupe al tiempo. Es tan hermosa como apurada parece. No se desprenden de su boca otra cosa que sonrisas y canciones. Gesticula como un mimo suave y exhibe unos brazos y unas manos múltiples como la diosa Shiva. Ora son las alas de un avión que cae en picado repleto de blandas y esponjosas bombas verdes, ora son un molinillo amistoso que bambolean al bebé tal cual un saquito de amor. Y canta como una cotorrilla contenida cancioncillas de niñera   -o solo sus estribillos-  sin parar y sin mirar. La salmodia menuda es tan dulce y adictiva que atrae a un buen puñado de gorriones que nos rodean de píos:
"Aserrín, aserrán las maderas de San Juan/ piden pan y no le dan/ piden queso, le dan hueso".
"Pajaritos y jilgueros/ que habéis comido/¡sopitas del cielo!"
"Palmas, palmitas/ higos y castañitas/ azúcar y turrón/ para mi niño soooonnnn"

Es un rato casi imaginario que no termina nunca o se esfumó rápido, no lo sé. Debí de dar dos o tres mordiscos al bocadillo y ni siquiera abrí la lata de cerveza. La madre limpió la boca, la cara y las manos del bebé con la determinación de quién escamonda una mesa después de un festín pero con balleta de seda. Se levantó entre canciones: "Tic, tac, el reloj hace tic, tac/ tic, tac hace el reloj..." ,  me dejó boquiabierto y borró de mí para siempre el recuerdo más insulso del mundo llamado sopa de verduras.

Después de décadas había visto realizado ese milagro de las madres que logran hacer comer semejante mejunje -soso, amargo y aburrido- a unas criaturas que no tienen otras marchas que escupir, tragar o berrear.  Y entendí porqué las mantuve tiesas durante una eternidad con estas cocidas de la huerta.

Las verduras me encantan, pero acompañadas de "algo que arrastre", que decía mi abuela Gonzala; abundantes en el cocido, mezcladas con huevo o repletas de condimentos y caldos sabrosos. Claro que, como la mayoría de nuestros tabúes, este rechazo absoluto por las "verduras cocidas y viudas" se me cayó un día de forma tan inesperada como se me desprendió aquel diente de leche al atacar de niño una magdalena. Fue en un restaurante de las inmediaciones del Chillida Leku, aquella maravilla de esculturas en la naturaleza que la codicia de los herederos del gran artista español y la mollera de sebo de las autoridades vascas impiden que el mundo disfrute. No recuerdo su nombre. Era grande y parecía estar perdido en la espesura verde del monte. No daré más vueltas. El cocinero y dueño me retó : "Si no te gusta esta sopa de verduras, te sirvo el plato que quieras y os invito a comer a los cuatro".

Una sopa única. Le acompañé a la cocina al terminar; observé la gran olla de acero casi mediada de aquel manjar y luego atravesamos una suerte de pérgola apartando sillas y acariciando dos o tres perros rabotineros hasta llegar a la huerta. "Hago sopas de verdura todo el año. Son iguales y diferentes siempre". "¿Siempre están así de buenas? ¿Cuál es el secreto?" "Se de varios secretos; el mío debe de estar en los productos que nunca faltan: aceite de oliva, que me llega de Jaén, patatas y puerros de la huerta, nuez moscada, clavo y una cucharada de nata de leche de nuestras vacas adornando el plato" "¿Algo más?" "Si, canto mientras cuece y a veces le echo un vaso de chacolí, jajaja".

En mi tierra andaluza se dice que "en febrero busca la sombra el perro". El viernes en Madrid no me hizo falta el árbol: me olvidé hasta del sol. El espectáculo de alimento y amor fue todo. La joven madre llamó al bebé Whu en todo momento. Cuando se marchó abrí la cerveza y me la tomé de un trago.