A priori el término cotidianidad implica repetición, reiteración, frecuencia, monotonía, regularidad, rutina, inercia. Pautas por las que fluye la vida diaria acompasada a su vez por los horarios laborales y los de las comidas. Y en unos escenarios que son de sobra conocidos, como los rostros o los movimientos, casi siempre iguales, y donde aparentemente nunca sucede nada, aunque a veces ocurran pequeños incidentes que rompan la armonía diaria, como cuando se avería el autobús que conduce Paterson, a quien pone rostro un excelente Adam Driver. Sin embargo, al mirar hacia otras existencias puede surgir la sensación de que uno lleva una vida gris, insignificante, frente a la de aquellos que han realizado un hecho relevante, notorio, tendiéndose a pensar que han alcanzado una plenitud existencial.

Pero, ¿acaso no ha sido en lo cotidiano donde se han producido grandes cambios sociales, hallazgos científicos o la mayoría de los inventos que han modificado la vida del ser humano? Apple, por ejemplo, nació en un modesto garaje. Y en esta misma línea ¿no es también en la cotidianidad donde se han concebido las grandes obras artísticas además de ser fuente de inspiración para muchos creadores? Por dar una muestra, las pinturas de Edward Hopper, en su mayoría representaciones de lo cotidiano, y cuyo hálito, además, flota en cierta manera en Paterson, el nuevo film de Jim Jarmusch.

Sin embargo, Paterson no es un ser que pretenda cambiar las cosas, ni siquiera obtener el reconocimiento, a pesar de la insistencia de su pareja, Laura (Golshifteh Farahani), para que publique sus poemas, los que en sus huecos libres escribe a bolígrafo en el cuaderno que lleva consigo en todo momento. Poemas que hablan de cosas pequeñas, de cerillas, de la lluvia,... Además, se niega a utilizar las nuevas tecnologías. No posee teléfono móvil, ni ordenador. Ni siquiera un despertador, ya que él madruga de forma natural para acudir a su puesto de trabajo. Tan solo, al abrir sus ojos, coge de la mesilla su viejo reloj de pulsera para comprobar que es la hora señalada.

Hombre sencillo, cauteloso, parco en palabras, fiel a sus rituales diarios como sacar de paseo a su bulldog llamado Marvin al final de cada jornada —o quizá sea más bien el perro el que lleva de paseo al amo—, Paterson ama a Laura, quien se llama como la musa de Petrarca, poeta de quien lleva una imagen de su efigie junto con una foto de ella en la tapa de su fiambrera. Pero sobre todo es un ser que observa las cosas corrientes durante su rutina diaria, escucha las conversaciones de sus pasajeros o las que tienen lugar en el bar al que acude a diario al caer la noche, vivencias donde se hallan esos pequeños detalles que forman parte de su fuente de inspiración. Porque Paterson es una reivindicación sobre la poética de lo cotidiano, sobre el acto creativo, sobre las relaciones humanas, sobre la necesidad de recuperar eso que precisamente nos hace humanos y que hoy en día se halla supeditado por las nuevas tecnologías. O dicho con otras palabras, un film sobre el hecho mismo de vivir. De hecho Jarmusch estructura la película dividiéndola en los siete días de una semana cualquiera en la vida del protagonista.

Escribe Enrique VilaMatas en Bartleby y compañía (Anagrama, 2000) en referencia al personaje de Hermann Neville y Robert Walser, escritor de lo cotidiano y quien vivió alejado del mundo literario para acabar recluido sus últimos treinta años de vida en un sanatorio mental: «Roberto Calasso, hablando de Walser y Bartleby, ha comentado que en esos seres que imitan la apariencia del hombre discreto y corriente habita, sin embargo, una turbadora tendencia a la negación del mundo. Tanto más radical cuanto menos advertido, el soplo de la destrucción pasa muchas veces desapercibido para la gente que ve en los bartlebys a seres grises y bonachones» (p. 14). En cierta manera hay algo de negación del mundo en la actitud de Paterson a quien, como a Walser, poco le importa el éxito literario. Como tampoco ambiciona cambiar el estado de las cosas. Sin embargo, su actitud le sirve a Jarmusch para incidir en lo cotidiano como el auténtico escenario de la vida, ese que normalmente suele pasar desapercibido para una sociedad como la de hoy en día condicionada por el frenético ritmo diario, los cantos de sirena de las tecnologías digitales, el consumismo y demás sucedáneos. A través del personaje de Paterson, el cineasta incide en la importancia de la observación de todo lo que sucede alrededor, ya sea desde el asiento de un autobús, durante un paseo o en el bar al que se acude a tomar una cerveza.

Y volvemos a Robert Walser. W. G. Sebald cuenta en su breve ensayo El paseante solitario (Siruela, 2008) que la figura de Walser le recuerda a su abuelo tanto por su indumentaria como por su comportamiento. Incluso apunta algunas coincidencias biográficas como el hecho de que ambos fallecieron el mismo año, solo que la muerte de su abuelo fue la noche del cumpleaños del escritor. A raíz de esta cuestión Sebald se pregunta: «¿Qué significan esas similitudes, coincidencias y correspondencias? ¿Se trata sólo de imágenes enigmáticas del recuerdo, de autoengaños o engaños de los sentidos, o de esquemas que se extienden por igual sobre vivos y muertos en un orden para nosotros incomprensible?» (p. 23). En cierta manera el film de Jarmusch transita por estas directrices, al igual que sus anteriores largometrajes. Directrices que entona con el uso de rimas visuales, sonoras y argumentales, es decir, analogías y repeticiones con las que salpica sus tramas y que en el caso de Paterson articula a través de la presencia de gemelos, sean niñas, personas en edad madura o ancianos, porque cada día el protagonista se cruza con una pareja de ellos, después de que Laura le haya confesado, al principio del film, que le gustaría tener gemelos.

Rimas visuales que se ponen de manifiesto en el contraste de caracteres entre Paterson y Laura, una joven soñadora que destila vivacidad, entusiasmo y creatividad, aunque la gama de color que utiliza en sus creaciones es siempre en blanco y negro, tanto cuando pinta filigranas decorativas en los diferentes elementos del hogar o la de los ingredientes que usa para cocinar sus pasteles. Pero también es la gama de sus vestidos, que a veces también pinta, o la de la guitarra acústica que adquiere en su pretensión por convertirse en cantante y que está decorada con rombos también en blanco y negro.

Pero además esos “esquemas que se extienden por igual sobre vivos y muertos”, como dice Sebald, se expanden al nombre del propio personaje, el que da título al film, y que es el mismo nombre de la ciudad donde transcurre la historia. Ciudad en la que nació el actor Lou Costello quien formó pareja cómica con Bud Abbott, presentes en el film, como William Carlos Williams, cuya obra cumbre es su poemario titulado, precisamente, Paterson, y autor de cabecera del protagonista quien además lee alguno de sus versos. Versos que hablan sobre elementos cotidianos, como los que escribe el propio Paterson.

Y de nuevo Walser, porque la figura del protagonista se ajusta a esas palabras del escritor suizo que apuntó Carl Seelig: «cuanta menos acción hay y más pequeño es el entorno que precisa un poeta, tanto mayor suele ser su talento. Desconfío de antemano de los escritores que se exceden en la acción y necesitan el mundo entero para sus personajes. Las cosas cotidianas son lo bastante bellas y ricas como para poder sacar de ellas chispazos poéticos». Y quizá, también, una definición perfecta del propio cine de Jarmusch.