Quizá lo mejor sea comenzar por lo peor. Eternité, la nueva película del cineasta vietnamita Tran Anh Hung, se presenta como un relato abiertamente reaccionario en su mirada hacia la maternidad y, en particular, a la condición de mujer en tanto madre. Algo que, por cierto, contrasta con una reciente corriente, sobre todo en el terreno de la literatura, en la que han surgido relatos femeninos contrarios a la maternidad o que, al menos, entregan una mirada que cuestiona la condición de madre desde el discurso más asentado. Anh Hung, en su adaptación de la novela de Alice Ferney, por el contrario, ha realizado una película cuestionable en su mirada hacia al tema, con el acierto de desarrollarse desde finales del siglo XIX hasta la segunda década del siglo XX, aproximadamente, con un pequeño salto para cerrar la película en el París actual, y dentro de un ambiente burgués acomodado en el que apenas parece suceder algo más allá de los nacimientos y fallecimientos. Esa lejanía en el tiempo y el contexto preciso, tanto epocal como social, sin embargo, reduce de alguna manera el tamiz conservador del discurso de la película, algo que se habría agravado posiblemente con un desarrollo de la película en el presente. Sin embargo, no estamos ante una mirada crítica o simplemente observacional, sino que Anh Hung interviene a la hora de entregar dicho discurso.

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Así, Anh Hung nos hace participes de la vida de tres mujeres, interpretadas por Audrey Tautou, Mélanie Laurent y Bérénice Bejo para quienes parece ser que su fin último es dar a luz, llegando, en determinados momentos, a sobrepasar lo racional debido al número de niños que vemos por pantalla. El cineasta no tiene problemas, y es llamativo, en rozar en algunas ocasiones el ridículo por la exageración y en tener la valentía de ser abiertamente cursi en algunos pasajes de la película. A este respecto, el riesgo de Anh Hung es enorme.

Pero lo es más, y vamos con la parte positiva, muy positiva de la película, a la hora de llevar a cabo un trabajo formal, de puesta en escena, de gran belleza en la construcción de las imágenes y con algunos momentos de verdadero cine, usando éstas como vehículo narrativo. Sin apenas diálogo y usando una voz en off para puntualmente dar información sobre los personajes y sus designios, Eternité se presenta como un experimento formal a contracorriente de la actualidad –como lo es también por su discurso- en tanto a que busca una narración plenamente visual, contrapunteando, eso sí, las imágenes con música, creando un sentido del relato emocional, casi sensorial. Su fragmentación, su juego con las elipsis, sus idas y venidas en el tiempo –que tienen un sentido emocional antes que responder a una lógica narrativa-, van creando un ritmo y un desarrollo hipnótico en el que el espectador puede acabar distanciándose de lo que se narra para dejarse llevar por las imágenes. Con secuencias construidas con maestría, y con planos tan medidos como bellos, la película asume un riesgo que no se verá recompensado por la atención que recibirá y, sobre todo, por esa mirada hacia el ciclo de la vida –nacimiento/muerte- que resulta sorprendente en su retroceso.

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Queda, por tanto, una notable película, por momentos excelente, en su trabajo visual que, sin embargo, resulta incómoda por su talante conservador. Habrá quien se quede en lo segundo, y posiblemente tendrá razón para hacerlo. Pero también habría que detenerse en el riesgo formal de Anh Hung, porque pocas veces se podrá encontrar un trabajo tan experimental en relación a la imagen y que, en gran medida, resulta realmente rompedor, aunque a estas alturas quizá no debería ser así, en tanto a que plantea una búsqueda del poder de la imagen, tanto en un plano racional como emocional, para narrar sin necesidad de la palabra. En esa dialéctica entre el fondo y la forma se encuentra gran parte del interés de Eternité.