Un réquiem. En cierta manera podría ser la palabra que mejor definiese el tercer largometraje de Kenneth Lonergan. Porque el término, que en latín significa ‘descanso’, forma parte de la primera frase del introitus de la misa de difuntos: “Requiem aeternam dona eis, Domine”, es decir, “Dales Señor, el eterno descanso”. Y descanso, en el sentido de alcanzar la paz interior, es precisamente lo que de alguna manera, y quizá de forma inconsciente, busca Lee, el hosco y huidizo protagonista a quien pone rostro un magnífico Casey Affleck —y papel por el que está nominado este año al Oscar al Mejor Actor Principal—que, aunque sigue vivo, dedicándose a tareas de mantenimiento en varios bloques residenciales, vive casi como un difunto, deambulando como una ánima en ese purgatorio particular que es la grisácea existencia que lleva a causa de una tragedia habida en su pasado.

A través del traumatizado protagonista, Lonergan elabora un sublime fresco que gira en torno a un ser solitario doblegado por la culpa a quien un nuevo acontecimiento, también dramático, le forzará a enfrentarse con sus fantasmas. Quizá instintivamente Lee parece seguir esas fases que la psiquiatra Elisabeth KüblerRoss formuló en su estudio sobre la muerte y que repite el coreógrafo Joe Gideon (Roy Scheider) en su show al presagiar que su fin está cerca en All that Jazz (Bob Fosse, 1979): negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Y Lee es un ser iracundo y vencido por una culpa que le es imposible superar, pero que tampoco es capaz de aceptar.

Lonergan concibe un tan intenso como sublime film que articula temporalmente, al combinar, como si fuesen las piezas de un puzzle, las partes que transcurren en el presente, cuando Lee recibe la noticia de la muerte de su hermano mayor, quien además le ha nombrado tutor de su hijo Patrick (Lucas Hedges), de 16 años de edad, con los flashbacks que, de manera intermitente, van reconstruyendo su pretérito, su entorno, así como sus conflictos emocionales antes y después de la tragedia que han traumatizado su vida llevándole prácticamente a ser un inadaptado social.

Sin embargo, este fresco de idas y regresos del presente al pasado y del pasado al presente, pero también con las idas y venidas del propio Lee, y no solo porque ejerza de chófer de su sobrino, está concebido, como se apuntaba al principio, a modo de réquiem, aunque en algunos instantes adquiera ciertos tintes operísticos que Lonergan articula con precisión de relojero, porque Manchester frente al mar es un film de una gran intensidad emocional impecablemente armonizado a través de la contención, de la sutileza, de la sugerencia, como contenido y sutil es también el trabajo interpretativo de Affleck y del resto del elenco. Un réquiem que el cineasta ha modulado con un exquisito sentido del ritmo y del tempo, lo que equivaldría al Largo en la terminología musical, pero que, al mismo tiempo, dota de una sorprendente fluidez narrativa, permitiéndole a su vez una observación más detallada de cada uno de los personajes, a los que mira casi como si fuera un entomólogo, aunque siempre manteniendo la cámara a cierta distancia, como tratando de dejar respirar a unos seres salpicados, cada uno a su manera, por la tragedia, aunque Lee sea quien lleve la carga más pesada sobre sus espaldas.

Pero a su vez, ese hálito de réquiem que exhala el film viene potenciado por la propia banda sonora en la que se combinan los exquisitos temas, algunos de ellos corales pero con carácter de elegía, de la compositora canadiense Lesley Barber, con piezas clásicas como el célebre Adagio de Tommaso Albinoni, el aria Lorsque vous n'aurez rien à faire de la ópera Cherubin de Jules Massenet o las de Georg Friedrich Handel —Pifa (“pasoral symphony”) y el aria He shall feed his flock like a sheperd ambos del Mesías o el primer movimiento de la Sonata para oboe en do menor, HWV 366—, que transitan entre los tempos largo y adagio, dando lugar a una sobria arquitectura musical que, junto con la belleza de los paisajes de Manchester–by–the–sea, Massachusetts, magnifican el catártico itinerario de un Lee que parece destinado a tener que convivir hasta el fin de sus días con la presencia de sus fantasmas personales.