Los chicos negros parecen azules a la luz de la luna. Algo así le expresa una noche un amigo a Chiron. La noche en que ambos se dan un beso. Y ese es en cierta manera el espíritu que desprende el segundo largometraje de Barry Jenkins, un sobrio retrato sobre alguien que por ser diferente sufre desde niño el rechazo de su entorno, alguien cuya madre está enganchada a las drogas, alguien cuyo padre está en paradero desconocido, alguien que crece en el ámbito hostil de un barrio marginal de Miami. Además, el cineasta ha eludido la cuestión racial, porque la experiencia de Chiron puede ser la de cualquier otro chico independientemente de su color de piel.

Un retrato que Jenkins estructura en tres capítulos que narran tres momentos vitales del protagonista acentuados también por los diferentes nombres con los que los demás se dirigen a él. Little (Alex Hibbert) en la infancia, Chiron (Ashton Sanders) en su adolescencia y Black (Trevante Rhodes) en el comienzo de la edad adulta. Tres períodos cruciales en la existencia de Chiron marcados por la falta de cariño de una madre consumidora de drogas, por el descubrimiento de su homosexualidad o por las agresiones de sus compañeros del instituto además de las propias circunstancias que le rodean y que irán condicionando su destino.

Llegados a este punto, quizá haya quien piense que Moonlight es una película que aborda una historia ya trillada, cuando en realidad es un exquisito film que Jenkins ha concebido con gran sutileza dejando, al mismo tiempo, espacio para la insinuación y con una puesta en escena muy cuidada, muy precisa, a pesar del gran naturalismo que desprende. De hecho, está rodada en su mayor parte cámara en mano, estrategia que le permite aproximarse todavía más a los personajes, introducirse en su  entorno, aunque sorteando al mismo tiempo las tácticas del cine documental. Una cámara que se mueve con enorme soltura como queda patente en ese magnífico plano secuencia inicial con Juan, el traficante de drogas a quien pone rostro un excelente Mahershala Ali, quien tras estacionar su automóvil desciende del mismo para conversar con uno de sus camellos y aquella comienza a trazar círculos alrededor de ambos personajes. Juan que será a su manera una suerte de padre adoptivo durante la infancia de Chiron y quien, en aquella otra secuencia, enseña a nadar al niño en la playa no sin antes haberle aconsejado antes del baño que llegará el momento en el que tendrá que elegir quien quiere ser. Idea que será una de las claves sobre las que girará posteriormente el film.

El cineasta afroamericano evita en todo momento, incluso en las escenas de violencia, el tremendismo, lo truculento, lo morboso, algo en lo que fácilmente se puede caer al tratar una temática de estas características y con personajes tan complejos como el de la madre toxicómana encarnada por Naomie Harris. Y en este sentido es brillante la concepción del tercer capítulo, el del encuentro de Chiron con aquel chico con el que se besó una noche en una playa, el único beso que dio a un hombre, como llega a confesar el protagonista. Un capítulo en el que los detalles, los gestos, las miradas y los diálogos que sostienen ambos personajes están resueltos con tanta contención como exquisitez. Porque Jenkins ha llevado a cabo esa idea de que emociona más lo que se sugiere que lo que se muestra.