Realidad y fantasía, puro ruido, afirma un personaje de Ghost in the shell. El alma de la máquina (2016), de Rupert Sanders, adaptación del manga de Masamune Shirow. Ese mismo personaje recibirá el implante de unos ojos mecánicos, de sofisticada tecnología, con zoom e infrarrojos incluidos. Los implantes físicos son ya una tónica habitual en la sociedad futura descrita. Hay quien, simplemente, solicita el implante de un hígado para poder consumir más alcohol sin temer el deterioro orgánico consiguiente. Pero ¿y los implantes mentales? La expresión Ghost in the shell es una variación conceptual de Ghost in the machine, descripción con la que los filósofos Gilbert Ryle y Arthur Kostler cuestionaban el dualismo de Descartes que separaba mente y cuerpo. La noción japonesa de fantasma (Gosato) más que a alma se refiere a la consciencia. Ghost in the shell: La consciencia en el caparazón (cibernético). La adaptación de un manga publicado hace casi tres décadas (1989) resulta pertinente si se considera el agravamiento de la infección que domina la mirada, o forma de relacionarse con la realidad, de esta sociedad, cada vez más puro ruido. ¿No son nuestros ojos intrínsecamente mecánicos en cuanto nuestra mirada está programada? De ahí la pregunta sustancial que alienta la narración: ¿Cómo discernir qué es lo real y quién eres si predominan las interferencias, porque se es ya más un ente conectado a extensiones  tecnológicas, que neutralizan y hasta anulan nuestra consciencia? ¿No somos ya, en cierta medida, en esta sociedad hiperconectada, extensiones tecnológicas, más caparazón que consciencia?.

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Quiero saber qué es lo que me han arrebatado: es la motivación de Kuze, la figura enigmática que se dedica a sabotear la empresa de inteligencia artificial Hank Robotic, así como a asesinar a los principales responsables de sus experimentos cibernéticos. Esa pregunta se convertirá en la dirección que impulsa la narración de Ghost in the shell, es decir, el trayecto dramático de The major (Scarlett Johansson), un híbrido cyborg-humano, agente de Sección 9, grupo de élite dedicado a la persecución de criminales cibernéticos. The major es el resultado exitoso de uno de esos experimentos, un cuerpo sintético en el que se injertó un cerebro. The major aceptó un difuso relato sobre la causa de su muerte, una explosión causada por un atentado terrorista en el que perdieron la vida sus padres. En sentido estricto no es un robot, ya que dispone de la capacidad decisoria de su cerebro humano, aunque contemple a un robot que ha ejecutado con la perplejidad de quien no sabe en qué se reconoce como reflejo. ¿Es más una aplicación o programa que una voluntad con deseos e inquietudes de ser humano? Se pregunta si las visiones que padece son interferencias en su sistema o intrigantes sombras de su pasado, entre las que no logra encontrar el nexo. Esa interrogante abre fisuras en quien, por falta de un perfil nítido de pasado, sufre la carencia de vínculos, la realización de conexión que, piensa, caracteriza a los humanos. Se siente una figura indefinida, sin raíz, entre lo humano y lo robótico (no es una mera aplicación funcional como la agente cibernética de Morgan, de Jake Scott).

Aunque, como alguien le plantea, quizá lo que nos defina sean los actos que realizamos más que el pasado de cada uno. Somos seres que nos construimos de modo incesante, en continuo movimiento, y esa consciencia, de identidad que se modifica y afina, propicia fisuras que alteran el control de un sistema que busca la homogeneización de las mentes, carcasas que deseen lo mismo y actúen de modo parecido. La programación se efectúa como neutralización social. En cierta secuencia, The major desconecta, se libera de ese puro ruido, en el que se confunde realidad y fantasía, la maraña en que transita entre imágenes virtuales, extensiones tecnológicas y cuerpos que ya disponen de enchufes a través de los que recargarse, y se sumerge en las aguas del río que rodea la ciudad. Simplemente fluye, en contacto con lo real. Por unos instantes no intenta discernir quién es en el difuso escenario, ni se enreda entre relatos injertados y especulaciones de búsquedas e interrogantes. Es una desconexión que posibilita conexión con la materia de lo real.

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Quien se revela como su alter ego, su reflejo en el espejo (la sombra de sus interrogantes), aspira a desvanecerse en la mera virtualidad porque no se siente parte de una realidad definida por la neutralización. En cambio, para The major la sublevación reside en la consciencia que se afirma en lo material, no en lo virtual o maquinal (conecta con la sublevación final de Ex-machina, de Alex Garland). De hecho, en la narración acontece un cambio radical de dirección cuando la mirada interrogante y su sombra se encuentran. El trayecto de la rebelión de la aparente máquina parte de la consciencia de que el sistema crea cuerpos sintéticos con cerebros injertados, a su vez manipulados y diseñados, para neutralizar a su base humana original, las mentes disidentes que se enfrentaron al sistema.

Como Logan, de James Mangold, Ghost in the shell sorprende porque no prioriza el espectáculo vertiginoso de atracción de feria, en el que domine la acción trepidante y el arrobo por el diseño visual de escenarios y efectos especiales que terminan atrofiando el desarrollo narrativo de tantas recientes superproducciones. A diferencia de estas, que suelen derivar en un tercer acto de arrolladoras secuencias de acción, la que concluye Ghost in the shell es más bien escueta. De hecho, las secuencias de acción, tampoco precisamente abundantes, son lo menos destacado de una narración centrada en el proceso dramático de su personaje protagonista, que propulsa las aristas de su planteamiento reflexivo. La narración se define por una desconcertante distancia, como el parpadeo perplejo de una máquina que se interroga sobre su función y poco a poco va recordando que ante todo es una consciencia humana que hace de la interrogación el impulso de sublevación. La iluminación en permanente penumbra refleja esa relación fronteriza, entre el sueño virtual y una difusa realidad. Los mismos efectos visuales del diseño de la urbe remiten a unas formas de representación pretéritas, las del tech noir de los noventa. Ese extrañamiento de estar en otro tiempo de formas de representación amplifica, como un zoom histórico, la consciencia de cómo en tres décadas la sociedad se ha empantanado en un modo paradójico: la sofisticación de los instrumentos o implantes de conexión con la realidad parece proporcional a la desconexión o perdida de vinculo con lo real, con la significación de los propios actos individuales, ya extensiones sintéticas de un sistema ante el que las mentes injertadas no se sublevan ni disienten sino aplican, como sumisos programas, sus directrices y patrones. Es en los que nos hemos convertido, invisibles y confundidos ya con el telón de fondo. La sublevación, por tanto, partirá de esa consciencia para demoler desde su misma entraña, como aplicaciones insurgentes, el sistema que nos neutraliza con frases como que ya nos tenemos que dar por satisfechos con el mero hecho de disponer de un empleo.

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