Trump no es el primer rico que llega al poder prometiendo aplicar en política estrategias similares a las que le convirtieron en un empresario de éxito. Ya lo hizo Berlusconi en  Italia y, más recientemente, el nuevo presidente argentino Mauricio Macri. Pero en Estados Unidos el truco no cuela de la misma manera. Desde que reina en la Casa Blanca, además de por sus constantes desaciertos políticos, a Donald Trump le han llovido las  críticas por intentar arrimar ascuas a su emporio económico.

Si en febrero criticó a unos grandes almacenes por retirar la línea de moda de su hija Ivanka acusándolos de "trato injusto", un desliz que el portavoz presidencial justificó por el derecho de un padre a defender a su hija, justo un mes después es el propio Trump el que se ve obligado a enfrentarse a unos empresarios que le achacan competencia desleal.

Se trata de los dueños del  Cork Wine Bar, una vinoteca de Washington en la que se celebran cenas corporativas, recepciones diplomáticas y otros eventos políticos bien regados con una oferta de más de 200 vinos de todo el mundo. No les va mal, reconocen, pero les iría mucho mejor si no fuera porque el presidente norteamericano abrió cerca de allí el otoño pasado un lujoso establecimiento, el International Trump Hotel,  al que parte de su clientela está emigrando por aquello de la cercanía al poder.

Los propietarios del Cork, Khalid Pitts and Diane Gross, decidieron actuar y el miércoles pasado presentaron una denuncia contra el hotel alegando que el negocio de Trump constituye una competencia desleal contra el suyo. Lo denominan "el negocio de Trump" porque, aunque el presidente ha delegado la gestión de sus empresas en sus hijos mayores, el magnate metido a político continúa siendo el propietario. No persiguen compensaciones por daños y perjuicios, dicen, sino una orden judicial que impida funcionar al hotel mientras Donald Trump sea el presidente de los Estados Unidos.

El portavoz de la Casa Blanca, Sean Spicer, siempre en defensa de Trump, no ha hecho esta vez comentario alguno, pero quizá porque ya lo había hecho antes. Poco antes de la llegada al poder de su jefe actual, Spicer aseguró que el hotel en cuestión es un lugar asombroso al que animó a todo el mundo a acudir. Los denunciantes lo han incluido en sus argumentos y el portavoz alega que Trump está suficientemente alejado de sus negocios y que donará al erario norteamericano los beneficios procedentes del extranjero.

Sin ocultar su enfado, uno de los hijos de Trump, Eric, acusa a los restauradores de buscar publicidad para su negocio y estos responden con argumentos empresariales que no deben chocar en los oídos del presidente: "Washington es una ciudad empresarial en la que el gobierno es el negocio y el jefe es el presidente de los Estados Unidos". Insisten en que por eso se deja ver Trump en el lugar de vez en cuando e incluso ha celebrado allí recepciones diplomáticas.

El hotel de los líos

En ese mismo hotel debería estar uno de los restaurantes del chef español, José Andrés. El cocinero, afincado en Estados Unidos desde los años 90 y con un gran prestigio allí, acordó con el magnate abrir un negocio en el nuevo hotel. Pero poco después Trump acusó a los mejicanos, en general, de delincuentes y violadores. Al chef no le gustó nada y rompió el acuerdo con el magnate que, muy enfadado, le reclamó en los tribunales diez millones de dólares por las posibles pérdidas futuras.

El asunto está pendiente de un juicio que, de no haber acuerdo previo, se celebraría en 2019. Todavía está por ver si para entonces Trump seguirá siendo, solo, el presidente de Estados Unidos, se las habrá ingeniado para compaginar política y negocios o habrá vuelto a ser el único e indiscutido mandamás de la Trump Corporation.

No es extraño que le resulte difícil alejarse de su emporio. Alardea de haberlo creado él mismo y hoy día consta de unas 500 empresas repartidas por 23 países. Como no hace declaración de la renta se desconocen tanto sus ingresos reales como su presunto fraude al fisco y, como presidente, está blindado ante la Ley de conflictos de interés que le impediría tener empresas que llevan su nombre. Todo opaco y muy bien atado.

Y si hay algo que, más que como presidente, le corona como pudiente empresario es su amor por el golf. Pero no porque lo practique en pistas diferentes y de invitado, como hacían sus predecesores, sino porque prefiere sus propias instalaciones, ubicadas en la soleada Florida, y a las que se ha llevado, entre otros, al primer ministro japonés Shinzo Abe.

Una afición que, por cierto, resulta muy cara a los contribuyentes norteamericanos. Según una investigación del Washington Post,  los tres primeros fines de semana que ha pasado  allí (y ya van más de tres)  costaron alrededor de diez millones de dólares. Si continúa a ese ritmo, entre viajes y seguridad, el ocio de Trump se llevará en un solo mandato cientos de millones de dólares. Mucho más, por cierto, que los 97 millones que gastó Obama en  sus ocho años como presidente en asuntos similares. Una afición que fue criticada por Trump en su día "por exceso de vacaciones" y a la que ahora se dedica él mismo con plena satisfacción y sin pudor alguno.