El Senado debe decidir el próximo martes si acepta la petición del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, para pronunciar una conferencia en el antiguo salón de plenos. Se intuye que la mesa de la Cámara Alta reaccionará invitándole a participar en la Comisión General de Comisiones Autónomas. Lo suyo sería ofrecerle las dos opciones para que pudiera elegir entre el debate político o el dictado de una intervención pública. O ambas modalidades a la vez. Limitarse a negarle la conferencia o a plantearle una disyuntiva entre una y otra sería un error manifiesto y un regalo para Puigdemont.

Nadie se acuerda del contenido de los discursos pronunciados por Puigdemont, Junqueras y Romeva en una sala del Parlamento Europeo, porque el mensaje era la propia conferencia y la lectura que permitía su celebración: estamos aquí, en el corazón de Europa, haciendo una cosa que no podemos hacer en Madrid. La petición formulada al Senado por parte de la Generalitat no busca otra consecuencia que demostrar aquella suposición: ven, nos prohíben incluso una conferencia donde se puede hablar incluso de tauromaquia. Y tendrían razón.

No nos quieren escuchar es el argumento complementario al del son poco demócratas, estos españoles. Ambos funcionan estupendamente entre la parroquia independentista, gracias a la habitual colaboración del gobierno del PP, empeñado en permanecer agazapado en la trinchera de la legalidad esperando que los independentistas cometan un error irreparable. Exactamente lo mismo que esperan éstos de sus adversarios. La solicitud para celebrar una conferencia en el viejo Senado, sin embargo, puede convertirse en un boomerang para esta retórica tan elemental.

El presidente de la Generalitat no tenía ninguna intención de acudir a la Comisión de las Autonomías para plantear allí el contencioso Catalunya-España; si la hubiera tenido, habría solicitado su comparecencia y nadie se la habría podido negar. También es evidente que en Madrid habrá una docena de escenarios y cien hoteles apropiados para dar una conferencia de lo que sea, incluso sobre el futuro de Catalunya. Simplemente eligieron el Senado para plantearles la posibilidad de equivocarse; una pequeña trampa para seguir alimentando su discurso.  En el mejor de los casos, les impedirían la utilización del salón de plenos; en el peor, disfrutarían de una amable velada madrileña en un escenario decimonónico ante una audiencia invitada a tal efecto por el delegado de la Generalitat en Madrid para aplaudir el referéndum o referéndum.

Una sesión en comisión parlamentaria, sería otra cosa. Habría debate, se supone. Dejar que Puigdemont elija si quiere entrar en el Senado por la puerta de la plaza de la Marina Española o por la de la calle Bailén demostraría cierta habilidad por parte de la mesa de la institución, pero también interés político por reanimar el papel territorial de la Cámara Alta, prácticamente olvidado desde que dejó de celebrarse el obligatorio Debate sobre el Estado de las Autonomías, instaurado en 1994 y solamente convocado en 1997 y 2005.

Las esporádicas conferencias de presidentes autonómicos han substituido en la práctica aquel debate. Y justamente en la última y reciente conferencia de presidentes parece ser que se propusieron resucitar el debate. Puigdemont no asistió a la reunión celebrada como todas en el Senado, alegando que el orden del día no contemplaba ningún punto referido a Catalunya. Al poco, solicitó permiso para dictar una conferencia allí y ahora la mesa puede ofrecerle intervenir desde la tribuna de oradores.

No hay que esperar milagros de un debate improvisado que Puigdemont no quiere porque no ha pedido y los grupos del Senado nunca han previsto por desgana o por ceguera política. A pesar de todo, una sesión de la Comisión de Autonomías sería una buena oportunidad para saber si el resto de presidentes autonómicos se toman la molestia de participar y para poder comprobar las posiciones de País Vasco, Valencia y Baleares ante el contencioso territorial, muy dominado por el eje de la unidad indefectible de España defendida por PP y PSOE. También para ver si Susana Diaz encontraría tiempo para acudiría a la cita y, finalmente, para certificar las dotes de parlamentario del presidente de la Generalitat, muy acostumbrado a despachar a sus oponentes en el Parlament con la ironía de quien expende certificados de buena conducta catalanista.